El día de hoy, Estados Unidos mostró los dientes frente al régimen de Nicolás Maduro. Tres destructores con misiles guiados, submarinos, aviones de combate y más de 4.000 infantes de Marina se aproximaron a las costas venezolanas. Es un despliegue militar sin precedentes en el Caribe en los últimos años y un mensaje claro: la paciencia con Caracas se agotó.

Mientras en Washington se habla de “combatir el narcotráfico” y “neutralizar organizaciones terroristas”, en Caracas se vive otra realidad: Maduro se atrinchera detrás de una armada oxidada, una milicia inflada en cifras y un poder político cada vez más debilitado. La recompensa de 50 millones de dólares por su captura lo coloca en la lista negra de la Casa Blanca como “dictador narco”, un título que en la narrativa estadounidense abre la puerta a cualquier acción.
Maduro responde con discursos de resistencia, asegurando que tiene millones de milicianos dispuestos a defender la patria. Pero las imágenes satelitales y los informes militares dicen otra cosa: falta de combustible, tropas mal equipadas y un país hundido en la peor crisis económica de su historia. En contraste, EE.UU. mueve piezas con precisión quirúrgica, midiendo cada paso y escalando la presión psicológica.
Las acusaciones contra Maduro se refuerzan con las declaraciones atribuidas a Ovidio Guzmán, hijo del “Chapo”, quien lo habría señalado como líder del Cartel de los Soles. Aunque no haya un documento oficial aún, el solo rumor fortalece la idea de un “narco-Estado” en Caracas y legitima la ofensiva estadounidense.
Hoy, el Caribe vuelve a ser tablero de ajedrez. Washington avanza su flota como aviso: Maduro ya no es solo un problema interno de Venezuela, sino un objetivo de seguridad nacional. Y mientras la propaganda oficialista intenta mostrar firmeza, el dictador tiembla. La pregunta no es si Estados Unidos va por él, sino cuándo y cómo lo hará.
